Pero yo sí me acordaba de ellos. Me acordaba de todos: de los baldosines del andén; de los rieles; de las fondas que a un lado y otro de la carretera hacen calle para llegar a la estación; de las piedras de los conventos; del mirador de aquellas inefables señoritas de Regatillos; del balcón del abuelo; de todos y cada uno de los vanos de la murralla… Llegaba a Ávila tan metida en el corazón que al descender del tren y pisarla me pareció que jamás había salido de ella. Era una sensación dilatadamente acogedora, como si cada calle, cada casa, cada piedra, cada átomo de polvo que participara en la existencia real de la ciudad me expresase jubilosamente su cordial bienvenida.
(La sombra del ciprés es alargada. Miguel Delibes. Cap. IX)
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