jueves, 22 de abril de 2010

Si yo leo tú también

Os dejo un fragmento de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha  que es lo que toca cada año por estas fechas desde 1930. 

¡Eh! Tú, sí tú el que acaba de entrar, no mires para otro lado, sí que es a ti. Sí, sí, tú. Mira al fondo a la derecha, ¿Ves el atril? ¡Cómo que no quieres leer¡ ¿quieres  defraudar a todas las personas que estaban esperando tu lectura?Ve, ve, anda, anda ¡ tira para adelante! solamente es un poquito de pánico escénico, nada  que te pueda matar.

Todos te están animando, mira sus caras están deseando escucharte, ¿les vas a defraudar? No, ¿verdad? Ya te sientes mejor, bien, sabía que al final vencerías al miedo y leerías.
Cuando quieras puedes dar comienzo a tu lectura, somos todo tuyos, y por descontado tuyas.

¡A leeeeer! 
¡Gracias!

¡Ahhh! que no es hoy, ya lo sé pero es que mañana es puenteeeeeee


CAPÍTULO XXIII
DE LAS ADMIRABLES COSAS QUE EL EXTREMADO DON QUIJOTE CONTÓ QUE HABÍA VISTO EN LA PROFUNDA CUEVA DE MONTESINOS, CUYA IMPOSIBILIDAD Y GRANDEZA HACE QUE SE TENGA ESTA AVENTURA POR APÓCRIFA

- […] Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos, acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas,que besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carnemomia, según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza. “Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas; sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante.”

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