viernes, 12 de marzo de 2010

Un hombre bueno

¡Qué sentimientos tan inefables le inundan a uno cuando después de una ausencia de muchos años se vuelve a poner en pie en el lugar donde discurrió la primera infancia! Parece como que hasta el más mísero hierbajo ─ese hierbajo reseco, cuitado que surge junto a una tapia de adobes─ se vuelve para vernos pasar e inquirnos por las causas de nuestro retorno: «¡Hombre!, ¿tú por aquí? Ya te habíamos echado de menos. Lo mismo no te acuerdas ya de mí…»

Pero yo sí me acordaba de ellos. Me acordaba de todos: de los baldosines del andén; de los rieles; de las fondas que a un lado y otro de la carretera hacen calle para llegar a la estación; de las piedras de los conventos; del mirador de aquellas inefables señoritas de Regatillos; del balcón del abuelo; de todos y cada uno de los vanos de la murralla… Llegaba a Ávila tan metida en el corazón que al descender del tren y pisarla me pareció que jamás había salido de ella. Era una sensación dilatadamente acogedora, como si cada calle, cada casa, cada piedra, cada átomo de polvo que participara en la existencia real de la ciudad me expresase jubilosamente su cordial bienvenida. 

(La sombra del ciprés es alargada. Miguel Delibes. Cap. IX)

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